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Les Labyrinthe d’escargots

 

Las cutículas de mis uñas fueron devoradas por la ansiedad. En ese trayecto inundé mis manos de sangre y lástima. Nunca podré parar lo que eché a andar. Hace algunos años no hubiese tomado en cuenta el poder de los recipientes, el estado líquido, lo fluido del ciclo del agua, el rocío que queda en las plantas, la explosión de los glaciares, la escarcha de los ventanales, los riachuelos que se arman luego de la lluvia, las pisadas apuradas de los gatos entre los charcos, la tierra consumiéndose el mar y tanto más, hasta que conocí a Victor. Aficionado a los peces y la vida marina, plantas, hongos, bacterias y demases eran parte de su rancho acuático que abarcaba, al igual que las pesebreras de los caballos, todo el pasillo que cruzaba su casa de extremo a extremo. La primera vez que me invitó a entrar, tuve una sensación de que le embargaba una profunda decisión de soledad. Así como un salón de juegos arcade, lleno de pantallas pequeñas que vuelven una y otra vez a la presentación y fin del juego, los peces, las plantas y las pequeñas turbinas marinas, daban la sensación de un ciclo interminable, programado con ese fin y que posiblemente, algún día, esas pantallas que simulaban ser la vida del aspirante acuicultor, serían desenchufadas.

Convengamos que no eran pantallas, más bien, se trataba de peceras de distintos tamaños, algunas enormes, como un plasma de 52 pulgadas, y otras pequeñas como una tele de 24. Los peces abundaban por montones, en variedades y colores, se notaba que había elegido a algunos para hacerlos líderes de alguna camada o bien para ser criados dentro de éstas.

Los animales son algo que me incomoda, mi relación con ellos desde pequeña me ha traído costosos problemas, acusaciones de asesinato, incitación al sacrificio, mutilaciones por la ciencia y tantas otras prácticas por las que he sido impugnada por extensos tribunales éticos familiares. Por lo que, al contrario de lo que ustedes pensarían, lo que me llamó la atención y prendó mi fascinación fueron las plantas que acompañaban ese pequeño y estrecho simulacro de mundo marino. Anubis, Kairós, Atenea, eran algunas de las especies que como alfombras submarinas, helechos, musgos y tréboles, brotaban bajo la superficie con un color verde que irradiaba fluorescencia.

Fue ahí cuando decidí comprar frascos, piedras y los nutrientes necesarios para mantener un jardín acuático. Victor aceptó regalarme algunos de sus ejemplares, me indicó los cuidados y me comentó “cuenta conmigo cuando pienses que ya es suficiente, así me las das y yo continúo el ciclo”. Enigmático. En ese momento, no pensé en nada, sólo sentí mis manos apretando suavemente las bolsas blandas, llenas de falso mar. Esas bolsas, se transformaron en frascos, esos frascos en peceras. Dividí mi casa en tres, un cuarto solo para Anubis. Preparé el cuarto de al lado para conformar el jardín de Atenea y Kairós que aún era un tierno brote. Pasaron días. Nunca vi, hasta hoy, esa concha de dos metros escondida, despedazando a Anubis, ahora herida con las tijeras de jardín que enterré en su espalda, gime y me persigue por todo el acuario.

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