Un perro negro amarrado por una cuerda sucia gastada a un palo mal sostenido en la tierra. No parece haber necesidad de estar amarrado, no solo porque evidentemente sí quisiera escapar de ahí lo hubiera ya hecho, sino porque se nota en la criatura una quietud inconmovible. Pero no es una quietud de tranquilidad, de mansedumbre. Es una quietud extática, concentrada en sí, a punto de reventar pero a cada momento conteniéndose en un último gesto. Lo miro desde la vereda contraria, fijándome en él a la pasada. Trato de fijarme en otra cosa, pero hay algo en ese perro que me atrae y no me permite desviar mi mirada de él. Tal vez sea su pelaje desgreñado, su porte en tensión, su mirada. Entonces me doy cuenta de que no puedo ver su rostro ni por tanto sus ojos. Trato de encontrar la sombra que lo cubre pero no es posible que haya una, se encuentra expuesto bajo el sol abrasador del mediodía. Es como si su rostro fuera la oscuridad misma de su pelaje, una masa oscura que evade toda mirada. Ahora me doy cuenta de lo que me inquieta de él: me está mirando. No puedo distinguir sus ojos, y mientras observo su cuerpo noto que en realidad no puedo distinguir ninguna parte de él. Ahora que lo veo, noto que no hay nada que pueda caracterizarlo como un perro, o siquiera como un animal. Es una masa oscura y estática que extrañamente parece familiar. Trato de mirar a un lado para evitar lo que siento que es una mirada intrusiva, una mirada que no puedo identificar pero que se incrusta en mí. Entonces comienzo a sentir un ruido metálico, como el de la estructura de un edificio gigante lentamente derrumbándose. Al comienzo es un temblor interno, pero siento una remoción que se acumula sobre sí, acelerándose hasta sentir que ese edificio derrumbándose son mis propios órganos, hasta sentir mis órganos estrujados hasta el borde de reventarse. Decido entonces cerrar mis ojos, cerrar mis oídos, encojerme y cerrar mi cuerpo frente a esa presencia intrusiva. Luego de un momento, noto que pasa el ruido, pasa la sensación de sentirse observado, mi cuerpo vuelve a su calma inicial. Vuelvo a abrir mis ojos, y me veo en la vereda contraria a mí mismo, sentado observándome, quieto pero con una mirada de furia contenida a punto de desatarse.