Llevé los pulgares hacia mis ojos. Tumbada oigo las tablas del piso conversar, bulliciosa ciudad se acumula paso a paso bajo ellas, tiemblan mis tímpanos al escucharles, entonces una molestosa respiración se confunde con las marejadas de oscuridad que presionan mi instinto y ya no sé si eran mis manos las que no me dejaban ver. Llega un abrazo que me hunde y me levanta queriendo partir. Siento el peso sobre mi espalda, alguien me arropa con una frazada de vidrios ardiendo, sigo sin ver. Se abren heridas por todo mi cuerpo. Soy un trozo de carne mal cocida en digestión, en un estómago infatigable que sigue curtiendo lo que antes fue piel o músculo. Sigo inmóvil, afiebrada. A lo lejos escucho un bramido, a penas recuerdo su sonido, voy perdiendo la voluntad de mis pensamientos. Quietud y ardor. Una brisa recorre mi nariz, puedo ver una mancha de luz brillante, un crisol que cada vez se devora un pedazo más de oscuridad. El colchón de vidrios me da una patada y ruedo por una pendiente de paredes rocosas, granadas de sangre revientan mis venas, los gritos de mi pecho estallan. Cae una gota en mi nuca. Con los pulgares en mis ojos, huelo madera y la ciudad me susurra otra vez. Soy el vómito de mis propias bestias.